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Qué son los aditivos alimentarios

El empleo de aditivos alimenticios supuso toda una revolución en la industria alimentaria. Ahora se podía conservar mejor los alimentos, así como potenciar su textura, color y sabor. Pero, ¿qué son exactamente? En CurioSfera-Ciencia.com, te explicamos las características de los aditivos alimentarios, su origen y los tipos que existen.

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Origen de los aditivos alimentarios

Los aditivos alimentarios son una sustancias químicas que se añaden a los alimentos para mejorar o mantener su frescura, textura, sabor, aspecto o inocuidad. La expresión «aditivos alimentarios» debe entenderse primero en un sentido amplio, y luego en un sentido restringido.

En sentido amplio no puede decirse que se trate de un invento moderno, ya que ciertos aditivos han sido utilizados desde la más remota antigüedad; sería el caso esencialmente de la sal, agente de conservación, y de las especias y hierbas aromáticas, agentes de sapidez. Ambos tipos de agentes surgieron como respuesta a necesidades pri­marias, lo que no es el caso de los aditivos en el sentido contempo­ráneo del término, que debe to­marse por tanto en sentido res­tringido.

Desde este segundo enfoque, los aditivos alimentarios agruparían esencialmente a los colorantes de síntesis, los agentes de conservación (antimicóticos, bactericidas, conservantes, antio­xidantes). También, los agentes de textura (humectantes, emulsionantes, estabilizantes, espesantes), los agen­tes de maduración y los suple­mentos nutricionales, todos ellos de origen generalmente artificial.

Los primeros aditivos modernos aparecen en la segunda mitad del siglo XIX, con el nacimiento de la tecnología alimentaria.

Los colorantes alimentarios

Se trata esencialmente de colorantes industriales, que se utilizan sobre todo en confitería (caramelos con óxido de cromo o de plomo). Así, añadir el atractivo del color al del sabor y reconstruir en la mente del consumidor los elementos simbólicos relacionados con el sabor del alimento.

Se empleaba rojo de plomo para los caramelos supuestamente realizados con frambuesas o cerezas, azules y malvas para presuntos caramelos a base de arándanos o violetas, etc. En 1877 incluso aparecieron en el mercado guisantes coloreados con sales de cobre.

Esta manía de colorear los alimentos se extendió a otras ramas de la alimentación. Como la de lácteos, donde se llegó a fabricar un queso rojo, tintado con sulfato de mercurio, no menos tóxico que los colorantes antes citados, todos ellos derivados de metales pesados.

En los años veinte del siglo XX, se generalizó el uso del «amarillo mantequilla» (en realidad, fenil- dimetil-aminobenceno), que se prohibió a partir de 1938. Se descubrió que este colorante, destinado a proporcionar a la mantequilla (que en realidad es blanca), un tono dorado semejante al que en el sentir del público correspondería a la «auténtica» mantequilla, podía desencadenar cánceres de hígado.

Sin embargo, y ante la ausencia de estudios toxicológicos pro­fundos, el uso de los colorantes continuó en la mayoría de los países y particularmente en los industrializados.

Hasta 1964 no se prohibió la utilización del sulfato de cobre en alimentación, cuando se comprobó que destruía la vitamina C (sin embargo todavía se autoriza la clorofila cúpri­ca).

Pueden citarse varios cambios de opinión en este campo. En 1955 un conocido especialista en nutrición, el profesor René Truhaut, declaró que un colorante, el verde ácido brillante BS o verde lisamina, era inofensivo. Tres años después, en 1958, lo menciona como posible cancerí­geno.

Hasta la década de los sesenta, y gracias a las asociaciones de consumidores, no se emprende­rían estudios toxicológicos exten­sos. Pronto se multiplicarían desembocando en la prohibición pura y simple de cierto número de colorantes, mientras que la utilización de otros quedaba regulada por normas precisas.

Hay que señalar a este respecto que las legislaciones internacionales distan mucho de estar uniformizadas. Algunos países, entre ellos Grecia y Noruega, prohíben totalmente el uso de colorantes alimentarios, mientras que otros sólo prohíben algunos.

Es preciso recordar que la tartracina, colorante que proporciona una coloración amarillo anaranjada y cuya designación codificada es E-102, todavía está permitida en numerosos países a pesar de que puede desencade­nar crisis alérgicas bastante graves (es responsable de la hospitalización de un 10% de los pacientes ingresados en la unidad alergológica del hospital Saint-Antoine de París).

Los conservantes

Los antimicóticos tienen un uso muy restringido. Pero, los conservantes propiamente dichos (ácido sórbico E-200 y sus sales E-201 a E-203) están presentes en todos los alimentos de producción industrial que contienen materias grasas para evitar que se enrancien.

Es preciso mencionar también el ácido benzoico E-210 y sus derivados (los benzoatos E-311 a E-318), y el anhídrido sulfuro­so E-220, presente en la mayoría de las bebidas fermentadas. Es posible encontrarlos también en ciertos productos destinados al consumo alimenticio para evitar su oxidación y consiguiente ennegrecimiento.

La introducción de los conservantes en la industria alimentaria fue resultado de la acción conjugada de las firmas alimentarias industriales y de numerosos trabajos, teóricos y aplicados. Su lista desafiaría cualquier intento de inventario.

Puede decirse que se trata, como sucede con los restantes aditivos de un invento colectivo. Francia ha prohibido desde hace unos veinte años el uso del ácido sórbico en panadería. Se demostró que existe un riesgo de reacción de este ácido con los nitritos utilizados como conservantes, formándose un producto mutagénico. Los benzoatos, por su parte, parecen tener acción alérgena.

Los antioxidantes

El primer antioxidante (grupo distinto de los conservantes) utilizado en alimentación fue la vitamina C o ácido ascórbico (E 300), que pudo ser sintetizado a partir de 1932 y se introdujo en alimentación desde la década de los cuarenta, primero en los Esta­dos Unidos.

Su utilización se ge­neralizaría en todo el mundo después de la Segunda Guerra Mun­dial. Pronto se introdujeron también sus derivados, como el dia­cetato de ascorbilo (E-303) y el palmitato de ascorbilo (E-304), que son ésteres. Hacia finales de la década de los cuarenta se les sumaron la vitamina E (E-306), extraída del aceite de soja o del germen de trigo, y los tocoferoles, derivados de esta vitamina (E-307, E-308 y E-309).

Ciertos antioxidantes de síntesis, como el galato de propilo E-310, patentado en 1942, han desaparecido de la mayoría de las listas de antioxidantes autorizados. Para los otros galatos (E3311, E-312, E-320, E-321) se ha fijado una «ingestión diaria admisible» (IDA) límite. Su utilización es controvertida, pues parecen tener efectos alérgenos.

El E-311 o galato de octilo, en concreto, tiene al parecer efectos secundarios negativos. Aún mal conocidos sobre el metabolismo energético y lipídico del hígado, la coagulación de la sangre, el estado nutricional del organismo y la reproducción. También parece influir en el desarrollo de los tumores.

Los texturizantes

Humectantes, espesantes, emul­sionantes, etc., forman parte del grupo de los agentes de textura, que se subdividen en tres gran­des grupos: los antiaglomerantes y antiapelmazantes, los espesan­tes, estabilizantes y gelificantes, y los emulsionantes propiamente dichos.

No existe unanimidad entre los expertos respecto a los espesantes y gelificantes. Se sospecha que algunos pueden provocar alergias. El hecho de que varios de estos últimos estén fabricados a partir de productos naturales, como la harina de alga­rroba o goma garrotín, la goma guar y la goma karaya (no autorizada en la mayoría de los países de la UE), no implica que carezcan de efectos secundarios, positivos o negativos.

El uso de los primeros agentes de textura es muy antiguo. La utilización de la harina para ligar salsas se documenta desde la más remota antigüedad y se tienen pruebas del uso de gelatinas (realizadas con clara de huevo y más tarde con caldo de huesos) en recetas de cocina medievales.

La lecitina (E-322), empleada actualmente como emulsionante, se extraía inicialmente de la yema de huevo, pero la que se utiliza en la industria alimentaria se extrae por medio de disolventes del aceite de soja.

Los agentes de textura experi­mentaron un considerable desarrollo a finales del siglo XIX: monoglicéridos y diglicéridos de áci­dos grasos alimentarios (E-471), ésteres poliglicéridos derivados de los mismos ácidos (E 472), és­teres del propileno-glicol, extraí­dos del petróleo y de la hulla (E-477) y también de los ácidos gra­sos, estearoil-lactilatos (E-480 a E-483), sucroésteres y sucroglicéridos (E-473 y E-474).

Los polifosfatos (E-450), rara vez mencionados en las composiciones declaradas en las etiquetas de envasado, tienen la interesante propiedad de retener el agua durante la cocción de los alimentos evitando, por ejemplo, que la carne adquiera aspecto fibroso, por lo que son muy empleados en charcutería. Tampoco en este campo, enormemente fértil en innovaciones continuas, encontraremos nombres de inventores ni fechas para los inventos.

Los agentes de maduración

Los agentes de maduración son sustancias químicas que se añaden a los frutos, verduras y hortalizas durante su desarrollo para que éste sea uniforme. A menudo poseen efectos múltiples, sirviendo también para repeler a los insectos, prevenir la aparición del moho (lo que los sitúa en ciertos casos entre los fungicidas) y garantizar su buen estado y conservación durante el transporte.

El repertorio de estas sustancias es complejo y varía según los países. En 1989, uno de estos agentes, la diaminocina, aplicada en los Estados Unidos a un 5% de la cosecha de manzanas rojas, fue retirado del mercado. Se observó que tenía efectos cancerígenos sobre animales de laboratorio.

Saborizantes y potenciadores de sabor

Los agentes de sapidez tienen por objeto realzar el gusto de los alimentos. Pueden ser ácidos (ácido acético E-260, acetatos E-261 a E-263, ácido láctico E-270 y lactatos E-325 a E-327, ácido atrico E-330 y citratos E-331 a E-333, ácido tártrico E-334 y tartratos E-335 a E-337, ácido fosfórico E-338 y ortofosfatos E-339 a E-341), o de sabor dulce (sorbitol E-420, glicerol E-422).

También pueden potenciar el sabor, como los glutamatos. Estos últimos son productos obtenidos por fermentación de algas o de la soja y prácticamente todos son de origen asiático.

Hacia finales de 1988, varios neurólogos analizaron la mecánica de los glutamatos. Son sustancias que excitan las terminaciones nerviosas. Envían por tanto al cerebro mensajes amplificados que producen la impresión de apreciar con mucha más intensidad el sabor de los alimentos. Se les denomina también potenciadores del sabor.

Sin embargo, se ha demostrado que los glutama­tos son tóxicos para el cerebro y pueden causar la muerte de ciertas células cerebrales, lo que ex­plicaría en último caso un fenómeno bautizado con el elocuente nombre de «síndrome del restaurante chino» que se manifiesta con migrañas, sofocos y trastornos circulatorios, trastornos visuales y vértigo.

Se cree que el síndrome afecta sobre todo a los europeos mientras que los chinos parecen ser inmunes, posiblemente por predisposición genética. Algunos chicles contienen otro tipo de potenciador, el etilmaltol.

Suplementos nutricionales

Por último, hay que señalar que algunos países incorporan a algunos alimentos como el pan, productos de pastelería y charcu­tería, ciertos suplementos nutricionales como vitaminas o incluso hierro.

Las reservas manifestadas por los médicos a este respecto han restringido mucho la adición de sustancias complementa­rias con fines nutricionales. Dado que todas las vitaminas, excepto la vi­tamina C y tal vez la E, son sus­ceptibles de desencadenar cuadros de hipervitaminosis si se in­gieren sin control. Por su parte, el hierro está contraindicado en cierto número de trastornos metabólicos, así como en procesos cancerígenos.

La toxicidad de algunos aditivos alimentarios

Los aditivos alimentarios son fruto tanto de cambios tecnológi­cos y económicos como de las modificaciones culturales que de ellos se derivaron. En un primer momento se aplicaron con el fin de permitir una más larga conservación de los alimentos. Lo que permitía evitar pérdidas por alteración y extender por consiguiente los circuitos de distribución.

Para vencer la desconfianza de los consumidores, los productores se esforzaron primero en preservar el aspecto original de los alimentos, forzosamente modificado durante el proceso de preparación, con ayuda de colorantes. A continuación, intentaron mantener su textura.

Lanzados ya por esta vía, empezaron a modificar fundamentalmente el aspecto de los alimentos originales con el fin de mejorar su apariencia y sabor. Las emulsiones, en particular, confieren a los alimentos una textura fundente, untuosa, de la que éstos carecen en su estado original.

Ahora bien, aunque la untuo­sidad no es en sí misma un agente de sapidez, modifica el sabor de los alimentos. Aumenta la sensación de «cuerpo» que pro­porcionan al paladar.

A principios de la década de los sesenta, el procesado exhausti­vo de los alimentos alcanzaría y sobrepasaría los límites razonables. A partir de este momento los aditivos registraron un retroceso progresivo que todavía continúa.

La precisión de los equipos de evaluación y de los métodos de análisis médicos y nutricionales ha revelado, en efecto, no sólo que numerosos aditivos eran tó­xicos en primer grado, sino que además, por efectos de sinergia, podían presentar una toxicidad secundaria.

Esta revisión, por otra parte, suscitó actitudes extre­mistas que negaban cualquier valor a la tecnología alimentaria. Llegando a atribuirle incluso una toxicidad exagerada y perjuicios imaginarios (hiperactividad e incapacidad de concentración de los niños en la escuela, por ejem­plo).

Lo cierto es que sin los aditivos, hoy por hoy, la alimentación diaria sería considerablemente más cara y menos sana. No obstante, se ha hecho absolutamente imperativo limitar de forma estricta su uso y dosificación. Estamos, por tanto, ante uno de esos inventos cuya aplicación se ha disparado de forma incontrolada y que más tarde ha sido preciso frenar.

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